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Una vida útil tras la esclavitud

Miles de niñas y mujeres son víctimas de trata en Nepal. Algunas supervivientes se forman ahora como asistentes legales para ayudar a colectivos vulnerables a denunciar sus casos

Por Igor G. Barbero

Katmandu

31 de agosto de 2016

Soy una chica muy bonita. No puedo llenar la vasija de agua. Si la lleno mientras estoy de pie, me duele la espalda. Si la lleno sentada, soy más pequeña que la vasija.

Estos cuatro sencillos versos son de una popular canción nepalí, Mai Chhori Sundari. La copla, que lleva como nombre el primer verso, se canta con cariño en las aldeas de la pequeña nación del Himalaya. En Internet existen versiones de todo tipo. Desde composiciones tradicionales hasta otras más pícaras. La niña y la vasija son, de alguna forma, una metáfora de la fragilidad de la juventud de las zonas rurales en un país en el que miles de mujeres y niñas son víctimas de trata cada año, una lacra que afecta a Nepal desde hace décadas sin que nadie acierte a situar el origen histórico. El número de menores que caen anualmente en redes de traficantes oscila entre 7.500 y 15.000 según diferentes organizaciones. En un informe reciente, la Comisión Nacional de Derechos Humanos cuantificó en entre 16.000 y 17.000 las personas que fueron víctimas de trata entre 2013 y 2015. Muchas de esas jóvenes son enviadas a la capital, Katmandú, y alrededores. Otras acaban en el extranjero: fundamentalmente en la vecina India o en países del golfo Pérsico. Y a todas les une el denominador común de una odisea inenarrable de explotación laboral y sexual, un viaje de sueños rotos y falsas promesas del que resulta muy complicado apearse.

De la aldea a la esclavitud

A veces el viaje comienza como la canción de la niña con la vasija. En esos momentos de soledad en el entorno rural. Así se fraguó la pesadilla de Sunita. En el camino rutinario que realizaba cada día para recoger agua de una fuente apartada de su casa empezó a recibir la inoportuna visita de un hombre desconocido mucho mayor que ella. Corría 2011 y ella rondaba la mayoría de edad. Piensa cada palabra mientras recuerda la escena en su mente. No se reconcilia bien con su pasado. Describe al hombre como un traficante que la acosó durante meses y pese a los circunloquios acaba subrayando que ese episodio hizo que decidiera, poco después, marchar de su pueblo, situado a unos 15 kilómetros de la localidad histórica de Bhaktapur, a una hora de Katmandú. Sin decir nada a sus padres, vendió por 25.000 rupias (210 euros) un anillo de oro heredado para pagar un intermediario que le arregló los papeles necesarios en Katmandú para llevarla hasta Líbano. Nada de agencias de contratación laboral. Cayó en la trampa.

—Estuve un año y medio en total —dice—. Al principio me ocupaba de tareas domésticas. Después vendía muebles a clientes. Incluso aprendí un poco de árabe para poder defenderme.

Del Líbano pasó más tarde a Siria, antes de que el conflicto alcanzase el grado de brutalidad actual.

—Iba a Alepo con frecuencia. Quizás una vez a la semana o dos veces al mes.

Hasta que se torcieron las cosas. Un hijo del jefe empezó a agredirla sexualmente y los abusos se convirtieron en una tónica que la desquició. En la conversación se impone un incómodo silencio. Un silencio inquebrantable.

—Conseguí finalmente contactar con mi hermano en Nepal para que intentara repatriarme, pero ellos no me dejaban regresar —narra la joven cuando se reengancha—. Conmigo ganaban dinero. Les hice creer que mi padre había fallecido y así pude marchar.

Sin justicia, sin futuro

Sunita mira hacia atrás, con un punto de tristeza y enfado, y con la perspectiva que otorga el tiempo maldice haber sido ingenua. Hoy, a sus 23 años, casada y con dos hijas, está poco a poco curando las heridas. A ello le ayuda convivir con otras jóvenes que comparten lastres parecidos. Su vehículo a una nueva vida ha sido SASANE, una ONG nepalí que fue fundada en 2008 por Shyam Pokharel, un ex abogado del Tribunal Supremo que ha lidiado con más de 200 casos de tráfico de personas en pequeños tribunales de distrito y ha entrevistado a muchos traficantes en prisión. Pokharel es consciente de que rara vez la justicia indemniza a las víctimas —"solo un 2 % acaban recibiendo compensación"— y por eso decidió buscar una salida a un colectivo que no solo tiene que cargar con el trauma de la experiencia sino que afronta muchas dificultades para reinsertarse en una sociedad tan patriarcal como la nepalí.

Pobreza, falta de educación, la práctica de los matrimonios infantiles y desempleo son factores que llevan a las jóvenes a caer en las redes de los traficantes

"Pobreza, falta de educación, la práctica de los matrimonios infantiles y desempleo son factores que llevan a las jóvenes a caer en las redes de los traficantes", explica el activista. "Las víctimas de trata tienen generalmente entre siete y 23 años. A los traficantes les gusta que parezcan indígenas, con rasgos tibetanos. Las nepalíes de zonas remotas no hablan siquiera nepalí. Son inocentes y honestas".

Pese a que a menudo son los propios padres los que venden a sus hijas, según el director de SASANE, "hay muy pocas probabilidades de que las chicas sean aceptadas por las familias cuando regresan", algo que en ocasiones sucede diez o doce años más tarde, cuando han contraído sida o hepatitis y los traficantes ya no pueden explotarlas más.

Una ventana de oportunidad

 SASANE tiene su cuartel general en un barrio de clase media de Katmandú. Allí varias chicas cocinan momos (empanadas tradicionales), preparan presentaciones para grupos de turistas extranjeros y trabajan en tareas de administración. Entre ellas han creado un nexo. La joven Aruna explica en un impecable inglés que entre 250.000 y 270.000 nepalíes viven en esclavitud. La gente escucha con atención mientras mira a una pantalla gigante en una sala pintada de color morado con las paredes adornadas con mensajes de apoyo. Al final hay aplausos.

"Son todas de fuera de Katmandú. Cuando fueron rescatadas no sabían hablar inglés ni utilizar un ordenador", dice Pokharel. Durante estos años más de 200 chicas se han formado en conocimientos jurídicos para poder ejercer de asistentes legales en una treintena de comisarías del Valle de Katmandú y de la ciudad turística de Pokhara. Ayudan a personas sin recursos a interponer denuncias. Hacen un cursillo de nueve meses y luego dos de prácticas y reciben algo de apoyo económico durante ese tiempo.

Ayudar a colectivos vulnerables

Una de esas comisarías se encuentra en la localidad de Bhaktapur, ejemplo de arquitectura medieval newari donde algunos edificios históricos resultaron muy afectados por el terremoto de 2015 que causó unos 9.000 muertos en Nepal. Sunita y Bimala trabajan allí desde hace varias semanas. Se sientan en la entrada, en torno a una mesa protegida bajo una estructura cubierta. "La gente viene aquí y les asesoramos en casos que van desde violencia doméstica, a robos o desaparición de personas", afirma Sunita. El trabajo le ayuda a sentirse "importante". "En un mes, de las 2.000 denuncias que se hacen en comisaría, nosotras nos encargamos quizás de unas cien. Escribimos la denuncia de gente sin dinero o que no sabe escribir".

Algunos padres venden a sus hijas porque es una práctica extendida sin pensar siquiera que ello sea un crimen

Para la superintendente R.K. Bhattacharya, al cargo de la comisaría, el trabajo de estas voluntarias es esencial. "Están proporcionando apoyo para acceder a justicia a gente con problemas. Las mujeres y los niños son un grupo vulnerable en el plano físico, económico y social. Es bueno que se ayude a esa gente. Además, las mujeres se sienten más a gusto con ellas", subraya. Bhattacharya sabe de qué habla. Es una de las únicas cinco superintendentes mujeres que hay en todo Nepal, un país donde solo el 6% de los agentes son de sexo femenino, un factor por el que muy pocas supervivientes se atreven a denunciar sus experiencias según los expertos. Pokharel lo achaca también a los retrasos en la justicia y a la corrupción en el seno de la Policía y los funcionarios de inmigración. "Las asistentes legales reciben una media de doce solicitudes al día y sirven para luchar contra este problema. Su servicio es gratuito para las mujeres y cuesta dinero a los hombres", defiende.

Una familia unida

"Si estás enfermo puedes ir al doctor... y si sobrevives a un crimen como el nuestro, ¿qué haces? A través de los tribunales, de la policía no conseguimos justicia. Pero con esta organización intentamos conseguirla y hacer que disminuya la violencia contra las mujeres. En mi caso, yo he ganado confianza", asegura Indira Gurunj, de 30 años y mano derecha de Pokharel, al tiempo que una suerte de líder entre las chicas. Explica la joven que la gente urbana no empatiza fácilmente con emigrantes de las zonas rurales y esa "desconexión" dificulta "hacer amigos". SASANE, en cambio, les da fuerza porque "una voz no se escucha, pero la de un grupo sí". Como a todas, a Indira le cuesta adentrarse en un pasado complicado. Y desconfía también de los periodistas que entran fugazmente en sus vidas. Con sus "hermanas" sí que comparten las historias y, admite, es terapéutico, pero con el resto prefieren guardar silencio. "Se burlarían de nosotras", lamenta.

"En los entornos rurales donde trabajamos hay muchos traficantes. Los conocemos. Nos dicen que venimos a crear escándalo, a causarles problemas. Dicen que mentimos. En realidad, no son gente poderosa, lo hacen por dinero... También algunos padres venden a sus hijas porque es una práctica extendida sin pensar siquiera que ello sea un crimen. Lo consideran tan normal como vender una vaca o una cabra. Luego se justifican diciendo que la hija ha desaparecido o que fue a la ciudad a trabajar".

Indira, Sunita, Aruna, Bimala y todas las demás siguen luchando por cambiar un poco su sociedad, para que la sociedad no sea la que cambie a chicas como ellas. Y sueñan con que, tal vez llegue un día, en que ninguna niña bonita que recoge agua en la fuente de un pueblo tenga que tener miedo.